viernes

HORA PUNTA

Amanece. La ciudad tiene hambre. A las 6 en punto abre sus multiples bocas empastadas de cemento y me engulle sin dejar ni rastro.
Camino deprisa bajo una luz de mentira y horizontes curvos. Las tripas del monstruo crujen y tiemblan cada 7 minutos. Esquivo a cientos de víctimas mudas que circulan en orden siguiendo las líneas de colores. Me detengo en el interior de una cueva iluminada. Espero. Una cabeza de ojos brillantes asoma en la osuridad, despacio, como si le costase arrastrar su cuerpo interminable. Repta sobre la superficie de acero hasta que se detiene soltando un violento suspiro. Al fin, se abre para devorar al ejército de cuerpos cada vez más vacíos, a mi mente dormida y de paso, escupir lo que le sobra.
Estoy en el interior del estómago completamente lleno del reptil y el ácido, entre otras mil sustancias flotantes, me impide respirar. Busco un hueco libre, la gente me aplasta contra una delgada pared. Intento escapar, muevo una manecilla y atravieso una puerta. Al fin encuentro sitio, es un hueco pequeño, alargado y estrecho.
Delante de mí se abren las entrañas mismas del monstruo, oscuras, intermitentes y húmedas y debajo, una palanca y un par de botones.

Sin saber cómo, he llegado a la mismísima cabeza del animal y me acabo de convertir en una de sus neuronas motoras.


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